La pedagogía como herramienta para formar personas y hacer frente a la enseñanza autoritaria

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Existe un ruido constante, inquietante, que genera malestar entre aquellos que viven con miedo y desconfianza todo aquello que se aleja de su zona de confort. Un ruido que nace de una creencia arraigada: la idea de que la enseñanza siempre se ha hecho –y se tiene que hacer– de una única manera.

Este ruido se manifiesta en forma de alarmas que estallan en las redes sociales, en los espacios comunes y, cada vez más, en los medios de comunicación. Titulares alarmistas, superficiales, que buscan el alboroto y el éxito efímero, y que apuntan directamente a la escuela pública, acusándola de perder calidad en todos los sentidos.

La campaña está bien orquestada: se habla de un supuesto “bajo nivel educativo”, sin concretar qué significa “nivel” ni cuales son las necesidades reales de la sociedad actual y en consecuencia qué sentido tiene la educación actual. Se imponen juicios simplistas, basados en relatos personales aislados y sin ningún apoyo de estudios rigurosos, centrados en contenidos desfasados y vacíos de significado.

Una de las alarmas más preocupantes es la criminalización de la adolescencia. Se habla de alumnos disruptivos, deshumanizados, poco empáticos, sin tener en cuenta sus realidades personales ni las dificultades de crecer en entornos complejos y a menudo deshumanizados. Se generaliza, se culpabiliza, y se pierde toda mirada empática y comprensiva. Son jóvenes que, ante el desencanto de los adultos referentes, dejan de creer en un futuro posible.

Este discurso cargado de negatividad nos evoca un relato desolador: un supuesto nivel bajo, adolescentes descontrolados, un futuro inexistente y cambios sociales que solo empeoran la situación. En este relato, la diversidad es vista como un problema: retarda el nivel e incomoda. Se promueve la uniformización de las actitudes y las vidas, porque es más fácil de ordenar, controlar y adoctrinar.

Y no solo se hacen diagnósticos sesgados, sino que también se proponen “soluciones” igualmente preocupantes. Se reclama volver a la escuela del pasado, a una imagen idealizada donde –supuestamente– todo funcionaba bien: todo el mundo estudiaba, aprobaba y callaba; el conocimiento se transmitía en silencio y sin errores. Se reivindica una disciplina rígida y una cultura del esfuerzo vacía de sentido, como si esforzarse fuera un valor en sí mismo, desvinculado de la motivación, el interés o el sentido del que se aprende.

El conocimiento se valora solo por su cantidad, y no por su calidad o significado. Se desprecian las metodologías centradas en el alumno, se ridiculiza a los maestros motivados, y se defiende una escuela autoritaria, vertical, donde este tipo de profesorado es distanciado y mal considerado. Se hace saber que participar, opinar o sentirse parte de la comunidad educativa debilita la autoridad, cuando, en realidad, la refuerza desde el respeto y la confianza.

Se deslegitima la pedagogía crítica, se olvidan los maestros de la República, y se desprecia la figura del pedagogo, a quien se considera alejado de la realidad, cargado de teorías inservibles. Se relega la práctica dentro de las aulas al único criterio válido para valorar un docente, como si educar fuera un acto mecánico y no una tarea profunda, artesanal e intelectual. La figura del pedagogo es vista como un teórico mal informado y nada necesario.

El debate educativo se simplifica hasta el absurdo: se reduce a anécdotas, se saca de contexto y acontece un espectáculo que esconde la verdadera función de la escuela. Porque sí, la escuela es política y es en este contexto que hay que defender su papel como espacio de convivencia, de creación de ciudadanía crítica, de reconocimiento a la diversidad, la complejidad y la diferencia. Tal como nos recuerda Philippe Meirieu, hay que huir de la tecnificación de la educación y reivindicar el docente como un artesano, alguien capaz de despertar el deseo de aprender, de acompañar, de transformar.

Tenemos que creer en el poder emancipador de la pedagogía crítica y crear las condiciones para que esto sea posible.

En la escuela construimos futuro. Somos adultos referentes, y por eso tenemos el deber de crear espacios de participación, de hacer sentir a los niños y jóvenes que forman parte de una comunidad que procura por el bien común. No hay que proyectar una sola identidad como modelo ideal, dejemos que construyan la propia. Solo así entenderán que el pensamiento crítico es transformador y que ser diferente es un derecho y una riqueza.

Tenemos el compromiso urgente de defender una pedagogía emancipadora ante la pedagogía de la regresión.

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